Con la publicación de Los marxistas y los sindicatos la Fundación Federico Engels inicia una nueva colección de las obras de León Trotsky: Escritos. Un proyecto de envergadura que pondrá a disposición de los lectores cientos de artículos redactados por el revolucionario ruso mientras ocupaba una posición dirigente en el Estado soviético, en el Ejército Rojo y la Internacional Comunista, o como líder de la Oposición de Izquierda y de la Cuarta Internacional. Compilados temáticamente, muchos de estos trabajos son inéditos en castellano o vieron la luz en ediciones ya desaparecidas. Escritos constituye un importante esfuerzo editorial que se extenderá a lo largo de los próximos años.
Con la publicación de Los marxistas y los sindicatos la Fundación Federico Engels inicia una nueva colección de las obras de León Trotsky: Escritos. Un proyecto de envergadura que pondrá a disposición de los lectores cientos de artículos redactados por el revolucionario ruso mientras ocupaba una posición dirigente en el Estado soviético, en el Ejército Rojo y la Internacional Comunista, o como líder de la Oposición de Izquierda y de la Cuarta Internacional. Compilados temáticamente, muchos de estos trabajos son inéditos en castellano o vieron la luz en ediciones ya desaparecidas. Escritos constituye un importante esfuerzo editorial que se extenderá a lo largo de los próximos años.
La aparición de este primer volumen coincide además con la conmemoración del 80º aniversario del asesinato de Trotsky. A pesar del tiempo transcurrido, la obra teórica y práctica de León Trotsky sigue inspirando a los revolucionarios de todo el mundo. Partiendo de las conquistas originales de Marx y Engels, actuó en muchos aspectos como un restaurador de su teoría —igual que Lenin o Rosa Luxemburgo—, expurgándola de las tergiversaciones y distorsiones del reformismo. Elogiado como escritor de talento, la calidad de su prosa —que podría haberlo convertido en un autor de fama— siempre estuvo al servicio de la emancipación de la clase obrera.
León Trotsky, encarcelado y exiliado por el régimen zarista tras la revolución de 1905, expulsado de Francia y del Estado español por su compromiso internacionalista durante la Primera Guerra Mundial, internado en un campo de concentración canadiense antes de regresar a la Rusia revolucionaria, jugó un papel trascendental en la Revolución de Octubre a pesar de las falsificaciones con las que el estalinismo pretendió borrar su huella.
La burguesía mundial le declaró su odio más acérrimo cuando, al frente del Ejército Rojo, defendió las conquistas de Octubre del asalto imperialista y la contrarrevolución de los generales zaristas. La victoria en la guerra civil, clave para la consolidación del poder soviético, y su actividad como dirigente de la Internacional Comunista nunca fue olvidada por los capitalistas y sus lacayos.
Más tarde, durante los años de reacción burocrática, se convirtió en el objetivo principal de Stalin y la nueva casta de arribistas. Tanto él como sus camaradas, que habían conformado la vanguardia del partido durante los primeros años de la revolución, sufrieron una persecución implacable que acabó para la mayoría de ellos ante un pelotón de fusilamiento. Durante la farsa de los procesos judiciales de Moscú (1936-1938) se convirtió en el principal acusado.
Trotsky nunca capituló a pesar de sufrir la expulsión de la URSS, la muerte o el asesinato de todos sus hijos e hijas —entre ellos León Sedov, su más estrecho colaborador político— y la aniquilación de sus compañeros de ideas. Tras recorrer miles de kilómetros desde Turquía pasando por Francia y Noruega, recaló en México asilado por el régimen de Lázaro Cárdenas gracias a las gestiones de sus amigos y camaradas.
Aunque se sentía condenado, pues era consciente de que no escaparía a la maquinaría asesina del régimen estalinista, sabía que su papel era imprescindible para poder transmitir a las futuras generaciones de revolucionarios una bandera limpia, no contaminada por los crímenes de una burocracia degenerada.
Con la determinación y confianza que siempre mostró en las empresas más complejas y difíciles, se enfrentó a una tarea trascendental, mayor incluso que la realizada en octubre de 1917: la explicación marxista del fenómeno del estalinismo y la degeneración burocrática de la URSS. En esta labor teórica y militante impulsó la Oposición de Izquierda en 1923 y la creación de la Cuarta Internacional en 1938, un legado clave para la lucha por el socialismo.
Los marxistas y los sindicatos. Un libro necesario
A ochenta años de su muerte, cuando el capitalismo atraviesa una de sus mayores crisis y la transformación socialista cobra nueva relevancia y urgencia, los escritos de Trotsky son un arma cargada de futuro. Volvemos a ellos una y otra vez para encontrar inspiración y explicaciones.
La lucha del marxismo por lograr una influencia decisiva en el movimiento obrero no responde a una visión sentimental. Por el papel que juega en la producción de mercancías y en la división internacional del trabajo, solo la clase obrera tiene la capacidad y dispone del potencial revolucionario para derrocar el Estado capitalista y organizar la sociedad sobre bases radicalmente diferentes.
La historia ha dejado claro una y otra vez que la burguesía necesita a los trabajadores para hacer funcionar su sistema no solo en los períodos de mayor prosperidad, también en las épocas de crisis y descomposición. Un hecho objetivo que se ha vuelto a confirmar durante la pandemia de la covid-19, refutando de paso a los que llevan décadas teorizando sobre la supuesta desintegración de la clase obrera y su desaparición como sujeto principal de la transformación social.
Sí, la burguesía nos necesita, pero los trabajadores podemos prescindir perfectamente de los capitalistas. Nada justifica que tengamos que soportar un modo de producción en el que una minoría de explotadores —propietarios de los grandes medios de producción y la banca— obtiene beneficios obscenos extendiendo la desigualdad, el desempleo y la exclusión. Un orden social y económico que hace mucho eliminó la «libre competencia» colocando al mundo bajo la dictadura del capital monopolista y financiero, y que ha reducido países enteros a escombros para que los consorcios imperialistas se apoderen de nuevas fuentes de riqueza, materias primas estratégicas y zonas de influencia. Cuando caminamos hacia un desastre de consecuencias incalculables, el poder de la clase obrera para construir una sociedad igualitaria se presenta como la única opción.
Es mil veces falso que no exista alternativa al caos capitalista. Si las fuerzas productivas estuvieran sometidas a un plan racional que buscara satisfacer las necesidades sociales, y no fueran un instrumento de acumulación en manos de una élite parasitaria, las cosas serían muy diferentes. La nacionalización de las palancas decisivas de la economía y la puesta en marcha de la planificación socialista mediante la cooperación, la gestión y el control democrático de los trabajadores, no solo acabaría con el desempleo de masas, la precariedad, la falta de vivienda o de servicios sociales básicos…, conquistaría la democracia y la libertad plena para el conjunto de la humanidad.
Tanto en los sindicatos como construyendo el partido revolucionario, la tarea de los marxistas consiste en elevar el nivel de combatividad y cohesión de la clase obrera defendiendo este programa socialista consecuente. Pero este proceso no es lineal, mecánico o exento de dificultades.
«¿Cómo llegará el proletariado a la comprensión subjetiva de la tarea histórica que le plantea su situación objetiva? —se interroga Trotsky—. Si el proletariado como clase fuera capaz de comprender inmediatamente su tarea histórica no serían necesarios ni el partido ni los sindicatos. La revolución habría nacido simultáneamente con el proletariado. Por el contrario, el proceso mediante el cual el proletariado comprende su misión histórica es largo y penoso, y está plagado de contradicciones internas. Solamente a través de prolongadas luchas, de duras pruebas, de muchos errores y de una amplia experiencia, la concepción correcta de los caminos y de los métodos son asimilados por los mejores elementos que forman la vanguardia de la clase obrera. Esto se aplica tanto al partido como a los sindicatos».[1]
La lucha de clases también se ha encargado de demostrar que la actividad sindical por mejoras económicas y laborales se enfrenta a límites objetivos. La emancipación de los trabajadores no puede realizarse fábrica a fábrica, empresa a empresa. Si la clase obrera quiere poner bajo su control la economía y liberarse de la explotación del capital, necesita hacerse con el poder político. Y aquí surge el gran debate sobre el papel de los sindicatos.
En los artículos que siguen, Trotsky proporciona las claves de la táctica y la orientación estratégica del marxismo revolucionario hacia ellos. En la misma línea que Marx, Engels, Rosa Luxemburgo y Lenin, defiende la imperiosa necesidad de dotarlos de un programa de independencia de clase e integrarlos decididamente en el combate por el socialismo, arrancando a la clase obrera de la influencia y control que sobre ella ejerce la burocracia reformista.
Las razones de esto son más que obvias: los sindicatos —la gran mayoría de ellos de origen socialdemócrata o estalinista— se han convertido en una pieza fundamental para la gobernabilidad capitalista, pero al mismo tiempo siguen agrupando a importantes sectores de trabajadores y sufren directamente los efectos de la lucha de clases.
Sometidos a presiones sociales contradictorias, el aparato que los dirige —en la mayoría de los casos burócratas que se comportan como auténticos rufianes— apuntalan a la clase dominante mediante la paz social, asumiendo topes salariales, retrocesos en la legislación laboral, contrarreformas que arrasan con derechos que fueron ganados con la lucha de generaciones precedentes… De esta manera los privilegios materiales de esta burocracia, en consonancia con los intereses de la aristocracia obrera en la que se apoya para sostenerse, se consolidan y refuerzan. Para asegurar la estabilidad general de su régimen, la burguesía invierte muchos esfuerzos políticos y abundantes recursos económicos en los sindicatos. Pero el margen de capitulación de estos aparatos también está condicionado por otros factores.
En períodos de ascenso de la lucha de clases, al mismo tiempo que tienden a fusionarse con el Estado, sufren la oposición de amplias secciones de los trabajadores. Se ven desbordados, surgen comités y movimientos huelguísticos que son incapaces de controlar. Si los marxistas revolucionarios no son capaces de forjar lazos sólidos en los sindicatos, realizando una labor sistemática y tenaz en su seno, resistiendo las embestidas de la burocracia y construyendo pacientemente una base de apoyo, están renunciando de hecho a la tarea misma de la revolución socialista.
Los sindicatos son un terreno de primera importancia para la lucha política e ideológica. Conquistar en ellos una influencia decisiva supone un objetivo vital para el partido revolucionario. El programa, el método y las tácticas que los marxistas deben adoptar en el trabajo sindical, huyendo de políticas izquierdistas y escisionistas, pero también de la adaptación a la burocracia en las diferentes formas en que se presenta, constituyen la parte esencial de los artículos de Trotsky.
El sindicalismo revolucionario
Los primeros textos del libro están dedicados a esclarecer la relación con el sindicalismo revolucionario, la tendencia sindicalista que nació en Francia. A pesar del tiempo transcurrido, estos materiales arrojan luz para situar a los marxistas frente a los actuales sindicatos «alternativos», muchos de los cuales se reclaman de esta tradición.
Las ideas esenciales del sindicalismo revolucionario fueron expuestas en el congreso de la CGT[2] francesa de octubre de 1906, celebrado en la ciudad de Amiens. La declaración fundamental de aquel congreso, conocida históricamente como la Carta de Amiens, señalaba lo siguiente:
«La CGT agrupa, fuera de toda escuela política, a todos los trabajadores conscientes de la lucha que hay que llevar a cabo para la desaparición del salario y del patronato. El Congreso considera que esta declaración es un reconocimiento de la lucha de clases que opone, en el terreno económico, a los trabajadores en rebeldía contra todas las formas de explotación y opresión tanto materiales como morales, utilizadas por la clase capitalista contra la clase obrera. El Congreso aprecia esta afirmación teórica en los siguientes puntos:
En la acción reivindicativa cotidiana, el sindicalismo persigue la coordinación de los esfuerzos obreros, el incremento del bienestar de los trabajadores mediante la realización de mejoras inmediatas, tales como la disminución de las horas de trabajo, el aumento de los salarios, etc.
Pero esta tarea sólo es un aspecto de la actividad del sindicalismo; este prepara la total emancipación, que sólo se puede conseguir mediante la expropiación capitalista; preconiza como medio de acción la huelga general y considera que el sindicato, que hoy es una agrupación de resistencia, será en el futuro la agrupación de producción y de distribución, base de reorganización social.
El Congreso declara que esta doble tarea, diaria y futura, deriva de la situación de asalariados que gravita sobre la clase obrera y que impone a todos los trabajadores, cualesquiera que fueren sus opiniones o sus tendencias políticas o filosóficas, el deber de pertenecer a la agrupación esencial que es el sindicato.
En consecuencia, y en lo que atañe a los individuos, el Congreso afirma la total libertad para el afiliado de participar, fuera de la agrupación corporativa, en aquellas formas de lucha que correspondan a su concepción filosófica o política, limitándose a exigirle, en reciprocidad, que no introduzca en el sindicato las opiniones que profesa en el exterior.
En lo concerniente a las organizaciones, el Congreso declara que, a fin de que el sindicalismo obtenga su máximo de eficacia, la acción económica debe ejercerse directamente contra la patronal, no teniendo las organizaciones confederadas, en tanto que agrupaciones sindicales, que preocuparse de los partidos y las sectas que, fuera y paralelamente a ellas, puedan perseguir, con toda libertad, la transformación social».[3]
A pesar de la confusión de la declaración, el sindicalismo revolucionario suponía un paso adelante respecto a las viejas ideas de las organizaciones libertarias. Es cierto que mantenía su rechazo doctrinario a la participación del sindicato en política, algo imposible de cumplir en la práctica; que la Carta no decía nada sobre el tipo de sociedad alternativa que se construiría tras la revolución social; que sustituía el papel del partido revolucionario por el sindicato o que convertía en un fetiche la huelga general revolucionaria como medio para acabar con la sociedad capitalista… Pero la Carta de Amiens reconocía la necesidad de la lucha de clases y la acción revolucionaria colectiva de los trabajadores, asestando un golpe al reformismo socialdemócrata de la época y a la mentalidad individualista del anarquismo puro.
El sindicalismo revolucionario no pudo mantener su coherencia interna, y de su seno saldrían posteriormente tendencias oportunistas y socialpatriotas, como fue el caso del sector mayoritario de la dirección sindical francesa a comienzos de la Primera Guerra Mundial. Pero también muchos sindicalistas revolucionarios de toda Europa fueron atraídos a la causa del comunismo tras el triunfo de la Revolución de Octubre.
En Francia y en el Estado español, el ascenso del bolchevismo fue un aldabonazo entre amplios sectores militantes de la CGT y de la CNT. Un importante grupo de los sindicalistas revolucionarios franceses encabezados por Monatte y Rosmer, que habían mantenido una posición internacionalista durante la Gran Guerra, se adhirió a la Tercera Internacional ocupando posiciones dirigentes en el Partido Comunista Francés durante sus primeros años[4]. En Gran Bretaña, muchos delegados obreros que compartían ideas similares a los franceses (Shop Steward) se acercaron a los bolcheviques y un buen número de ellos engrosaron las filas del Partido Comunista británico. Un proceso semejante se dio en las filas de los Industrial Workers of the World (IWW) en EEUU.[5]
La publicación y posterior traducción al alemán y francés de la obra de Lenin El Estado y la revolución también tuvo un gran impacto en estos círculos.
«Las tesis teóricas y prácticas de Lenin sobre la realización de la revolución —escribía, en septiembre de 1919, el anarquista alemán Eric Musham desde la fortaleza de Augsbach, donde estaba prisionero— han dado a nuestra acción una nueva base. Ya no hay obstáculos inseparables para la unificación del proletariado revolucionario entero. Los anarco-comunistas, ciertamente, han tenido que ceder en el punto de desacuerdo más importante entre las dos grandes tendencias del socialismo; han debido renunciar a la actitud negativa de Bakunin ante la dictadura del proletariado y rendirse en ese punto a la opinión de Marx (...) Yo espero que los camaradas anarquistas que ven en el comunismo el fundamento de un orden social justo seguirán mi ejemplo».[6]
Los anarcosindicalistas españoles no escaparon a esta influencia. En el II Congreso de la CNT, celebrado en diciembre de 1919 en el madrileño teatro de La Comedia y que contó con más de 400 delegados, el apoyo a la Internacional Comunista y la revolución rusa fue mayoritario. La CNT se encontraba en su apogeo, con una afiliación que superaba los 700.000 miembros. Según Antonio Bar, «en contra de todo lo que se pudiera pensar, fueron precisamente los sectores anarquistas los que, defendiendo la revolución rusa, defendieron también arduamente no sólo la concepción, sino la realización de la dictadura del proletariado, como uno de los elementos imprescindibles del proceso revolucionario». El dirigente anarcosindicalista Buenacasa, reconoció posteriormente que la «inmensa mayoría de nosotros se consideraban a sí mismos, auténticos bolcheviques».[7]
En los artículos que siguen, Trotsky polemiza con estos sectores que, aunque atraídos a las filas del bolchevismo, seguían manifestando resistencias muy serias a asumir su programa y reproducían los prejuicios antipolíticos del medio del que provenían:
«El sindicalismo francés de vanguardia combatía, en su época de desarrollo, por su independencia, luchando por la autonomía sindical frente al Gobierno burgués y a sus partidos, entre los que hay que incluir a los socialistas reformistas y parlamentarios. Era un combate contra el oportunismo, por una alternativa revolucionaria. En consonancia con ello, el sindicalismo revolucionario no hacía un fetiche de la autonomía de las organizaciones de masas. Al contrario, comprendía y defendía el papel dirigente de la minoría revolucionaria en las organizaciones de masas, que reflejan en su seno al conjunto de la clase obrera, con todas sus contradicciones, su atraso y sus debilidades (...)
La independencia con respecto a la burguesía no puede ser un estado pasivo. Esta independencia solo puede manifestarse en actos políticos, es decir, en la lucha contra la burguesía. Este combate debe estar dirigido por un programa cuya aplicación exige una organización y una táctica apropiadas. Es esta fusión del programa, la organización y la táctica lo que constituye el partido. En este sentido, la independencia real del proletariado con respecto al poder burgués no es factible si el proletariado no se coloca en su lucha bajo la dirección de un partido revolucionario y no oportunista».[8]
Contra la burocracia sindical
Históricamente las tendencias revisionistas y reformistas del movimiento marxista siempre han encontrado un sólido anclaje en las direcciones sindicales. Este hecho no es casual: el aparato sindical está en contacto permanente con la patronal, y tiene las condiciones objetivas más favorables para separarse de la masa de la clase obrera, disfrutar de privilegios y ser asimilado por la rutina oficinesca y el posibilismo.
La Segunda Internacional, y los grandes sindicatos que inspiraba, adquirieron su fisonomía coincidiendo con el período de auge capitalista de finales del siglo XIX y principios del XX. Los vertiginosos avances electorales y la creciente actividad parlamentaria contribuyeron a su adaptación creciente al orden burgués, y abrieron paso a ese espíritu pequeñoburgués conformista y mezquino, ambicioso de prebendas materiales que un sistema en ascenso y aparentemente indestructible podía satisfacer.
Los sindicatos reclutaron su aparato entre la aristocracia obrera y antiguos luchadores que se contagiaron con rapidez de esa atmósfera. El abono para el clientelismo y el arribismo estaba servido: la estabilidad y el progreso personal de los funcionarios sindicales se vinculaban a su lealtad a la dirección y al mantenimiento de la paz social con el Estado.[9] Trotsky explica este fenómeno:
«No menos importante es el problema del origen de este peligro burocrático. Sería totalmente erróneo pensar, imaginar, que el burocratismo surge exclusivamente del hecho de que el proletariado conquiste el poder. No es ese el caso. En los Estados capitalistas se observan las formas más monstruosas de burocratismo precisamente en los sindicatos. Basta con ver lo que pasa en Norteamérica, Inglaterra y Alemania. Ámsterdam[10] es la más poderosa organización internacional de la burocracia sindical. Gracias a ella se mantiene en pie toda la estructura del capitalismo, sobre todo en Europa y especialmente en Inglaterra. Si no fuera por la burocracia sindical, la policía, el ejército, los lores, la monarquía aparecerían ante los ojos de las masas proletarias como lamentables y ridículos juguetes.
La burocracia sindical es la columna vertebral del imperialismo británico. Gracias a esta burocracia existe la burguesía, no solo en la metrópolis sino también en la India, en Egipto y en las demás colonias. Seríamos ciegos si les dijéramos a los obreros ingleses: “Guardaos de la conquista del poder y recordad siempre que vuestros sindicatos son el antídoto contra los peligros del Estado”. Un marxista les dirá: “La burocracia sindical es el principal instrumento de la opresión del Estado burgués. Hay que arrancar el poder de manos de la burguesía, por lo tanto su principal agente, la burocracia sindical, debe ser derrocado».[11]
El interés de esclarecer las raíces objetivas de la burocracia sindical y cómo combatirla era doble. Por una parte, los bolcheviques se habían propuesto ganar a los mejores efectivos del sindicalismo revolucionario, muchos de los cuales todavía mantenían posiciones confusas al respecto y, en no pocos casos, renunciaban a trabajar en los sindicatos de masas. Por otro lado, las tendencias anarcosindicalistas y ultraizquierdistas, recogidas en muchas de las posiciones del sindicalismo revolucionario, empezaron pronto a aflorar en los Partidos Comunistas recién constituidos. Fue el precio a pagar por las traiciones y los crímenes de la socialdemocracia contra la revolución.
El bolchevismo, que impulsaría la fundación de la Internacional Comunista en marzo de 1919, libraba una lucha a muerte contra la burguesía mundial: defendiendo a la joven república soviética de la agresión militar, animaba el derrocamiento del capitalismo fuera de sus fronteras. En ese marco, la clase obrera y los soldados alemanes habían iniciado la revolución socialista en noviembre de 1918, depuesto a la monarquía en cuestión de días e impulsado la república de los consejos que se extendía irresistiblemente por todo el país.
La burguesía alemana había tomado buena nota de la Revolución rusa y los éxitos de los bolcheviques. Asimilando sus lecciones no se dejaron intimidar y se concentraron en aplastar la amenaza revolucionaria. Para lograrlo utilizaron dos caminos complementarios. Por un lado, pusieron todos los medios para sabotear la república de los consejos desde dentro, valiéndose del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) y de la burocracia sindical que tantos y buenos servicios prestaron durante la guerra con su política socialpatriota. Por otro, crearon una fuerza armada de absoluta confianza para lanzarla contra los obreros revolucionarios y sus organizaciones. Así aplastaron la insurrección de enero de 1919 en Berlín y asesinaron a sus dos dirigentes más destacados, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
La socialdemocracia alemana libró una guerra civil unilateral contra las fuerzas del Partido Comunista de Alemania (KPD) recién constituido, y masacró a cientos de sus militantes. Un hecho de esta envergadura no fue olvidado fácilmente y alimentó todo tipo de tendencias a la escisión sindical y la ruptura con los sindicatos controlados por la socialdemocracia. La enfermedad infantil del izquierdismo tenía raíces objetivas.
Trotsky dedica una parte esencial de estos artículos a la tarea de perseverar en el trabajo dentro de los grandes sindicatos de masas superando todas las dificultades y obstáculos, sin dejarse embaucar por ideas sectarias que, al fin y al cabo, lo único que logran es separar a la vanguardia más consciente de las masas de trabajadores que todavía siguen bajo la influencia de los reformistas. Desarrolla los puntos de vista que Lenin expuso en su libro La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo[12], y que también fueron planteados en las tesis que la Tercera Internacional debatió y aprobó en sus primeros cuatro congresos:
«Si la clase obrera comprendiera de antemano las ventajas de la política comunista —señala Trotsky— no toleraría la presencia de traidores reformistas al frente de sus organizaciones. Por su parte, la burocracia reformista persigue consecuentemente el objetivo de mantener a los comunistas fuera de los sindicatos y por eso rechaza toda condición que pueda facilitar mínimamente su trabajo. El revolucionario proletario no inventa ultimátums arrogantes y absurdos para justificar su deserción del sindicato; penetra en este salvando todas las barreras y obstáculos. El comunista no pretende que los burócratas sindicales creen las condiciones favorables para su trabajo; las crea él gradualmente, en la medida en que adquiere influencia dentro del sindicato».[13]
Obviamente el peligro del ultraizquierdismo es real, y afecta de manera más directa a las organizaciones revolucionarias que luchan contra la colaboración de clases dentro del movimiento sindical. Las expulsiones y la persecución de los marxistas son el reflejo del miedo que la burocracia propatronal tiene al potencial que existe para un sindicalismo de clase, combativo, socialista, en las filas de los sindicatos. Mantenernos firmes en los principios mientras utilizamos las tácticas más flexibles para ganar audiencia y apoyo entre la base militante es la esencia de la estrategia sindical marxista.
Pero el ultraizquierdismo no es el único peligro al que se enfrentan los marxistas. La adaptación oportunista a la burocracia sindical, especialmente a la que se viste con un ropaje más de izquierdas, es igual de perniciosa y tiene consecuencias funestas: paraliza la acción revolucionaria de los trabajadores y finalmente los conduce a la derrota. La historia de la lucha de clases está colmada de ejemplos de este tipo. Trotsky señala al respecto:
«Cualesquiera que sean los orígenes sociales y las causas políticas de los errores y desviaciones oportunistas, siempre se reducen ideológicamente a una comprensión errónea de lo que es el partido revolucionario y de su relación con otras organizaciones proletarias y con el conjunto de la clase (...)
El más pequeño paso adelante que se dé con las masas o con parte de las masas vale más que una docena de programas abstractos de círculos de intelectuales, pero prestar atención a las masas no tiene nada que ver con la capitulación ante sus líderes o semilíderes temporales. Las masas necesitan una orientación y consignas correctas. Esto excluye toda conciliación teórica y toda protección a confusionistas que exploten el retraso de las masas (…)
Uno de los orígenes psicológicos del oportunismo es una especie de impaciencia superficial, una falta de confianza en el crecimiento gradual de la influencia del partido [revolucionario], el deseo de ganar a las masas mediante maniobras organizativas o mediante la diplomacia personal. De ahí surge la política de las combinaciones de trastienda, la política del silencio, del encubrimiento, de las renuncias, de adaptarse a consignas ajenas y, finalmente, pasarse totalmente a las posiciones del oportunismo (...)
El veneno de la duplicidad y la falsedad corrompería por largo tiempo, si no para siempre, a una organización revolucionaria si esta se permitiera ocultar una política oportunista tras una máscara de fraseología revolucionaria».[14]
Los lectores de este libro, especialmente los trabajadores y los sindicalistas, verán que muchas de sus inquietudes y preguntas respecto a la situación actual de los sindicatos están contempladas y en gran parte respondidas. No hay atajos en el trabajo que la vanguardia revolucionaria debe realizar dentro de ellos. Nos enfrentamos a una tarea que requiere determinación, constancia e ideas claras para no ceder a las presiones de clases ajenas.
Trotsky propone una alternativa coherente para el trabajo de los marxistas en los sindicatos en el marco de un capitalismo que atraviesa por una fase de decadencia y crisis, y que presenta grandes similitudes con la etapa histórica que vivimos:
«El capitalismo solo puede mantenerse rebajando el nivel de vida de la clase obrera. En estas condiciones los sindicatos pueden o bien transformarse en organizaciones revolucionarias o bien convertirse en auxiliares del capital en la creciente explotación de los obreros. La burocracia sindical, que resolvió satisfactoriamente su propio problema social, tomó el segundo camino. Volcó toda la autoridad acumulada por los sindicatos en contra de la revolución socialista e, incluso, en contra de cualquier intento de los obreros de resistir los ataques del capital y de la reacción.
«Esto hizo que la primera tarea de un partido revolucionario pasara a ser la liberación de los trabajadores de la influencia reaccionaria de la burocracia sindical (...)
«Como hemos visto, los sindicatos no desempeñan actualmente un papel progresivo, sino reaccionario. Pero todavía engloban a millones de trabajadores. De esta constatación no debemos deducir que los obreros sean ciegos, que no perciban el cambio del papel histórico de los sindicatos. Pero ¿qué otra cosa podrían hacer? A sus ojos, la vía revolucionaria ha quedado comprometida por los vaivenes y las aventuras del comunismo oficial. Los trabajadores piensan: «Está bien, los sindicatos son nefastos, pero sin ellos las cosas podrían empeorar». Así razona el que está en un callejón sin salida. Mientras, la burocracia sindical persigue a los obreros revolucionarios, cada vez con más descaro, liquida la democracia interna por voluntad de una camarilla y, en el fondo, transforma los sindicatos en un campo de concentración para los trabajadores en plena época de decadencia capitalista.
«En estas condiciones cabe peguntarse si no es posible pasar por encima de los sindicatos, si no es posible sustituirlos por otro tipo de organizaciones, como por ejemplo los sindicatos revolucionarios, los comités de empresa, los sóviets u otros organismos de esta clase. Los partidarios de esta opción cometen el error fundamental de confundir estas experiencias organizativas con la solución del gran problema político, a saber: ¿cómo liberar a las masas de la influencia de la burocracia sindical? No basta con ofrecer a las masas otro lugar adonde dirigirse. Hay que ir a buscarlas donde están y guiarlas (…)
«Precisamente en la época actual, en que la burocracia reformista se ha transformado en la policía económica del capital, el trabajo revolucionario en los sindicatos puede obtener —relativamente en poco tiempo— resultados decisivos, si se realiza con inteligencia y de forma sistemática».[15]
Una nueva etapa de la lucha de clases
La burocratización de las grandes organizaciones sindicales no representa ninguna novedad en el desarrollo del movimiento obrero moderno, pero acontecimientos como el colapso de la URSS y la restauración capitalista en Europa del Este y China, crearon nuevas condiciones objetivas para profundizar el giro a la derecha de las cúpulas sindicales.
Esta derrota histórica, pronosticada por León Trotsky hace mucho tiempo, abrió canales poderosos para la acumulación capitalista y preparó el terreno a una furiosa contrarrevolución en las condiciones laborales y salariales que se ha prolongado por más de tres décadas. Por supuesto, la política de concesiones permanentes de la burocracia sindical ha contribuido extraordinariamente a apuntalar esta dinámica.
La explotación de la clase obrera se ha agudizado, al tiempo que la privatización de los sectores estratégicos y los ataques a los derechos sociales arreciaron, socavando el llamado «Estado del bienestar». La precariedad del mercado laboral escaló a límites desconocidos acompañada de una desigualdad lacerante. Esta fue una de las claves del boom que se prolongó desde finales de los años ochenta hasta mediados de la década de 2000. El empeoramiento sustancial de las condiciones de vida y trabajo en este período tuvo una enorme significación, pues lo habitual en las fases de auge es que, al menos, sectores significativos de los trabajadores puedan avanzar materialmente y alcanzar un cierto nivel de prosperidad.
La clase dominante vivía en un estado de euforia incontenible. Los círculos dirigentes del imperialismo estadounidense desbordaban arrogancia. Se jactaban de poder intervenir militarmente en cualquier país, por lejos que estuviera, con la tranquilidad de gozar de la impunidad y la complicidad del resto de las naciones. Los inquilinos de la Casa Blanca pensaron que podrían moldear la historia a su gusto y conveniencia. Su triunfo sobre el «comunismo» se completaba con el «círculo virtuoso» de la economía.
Lo mismo ocurrió en Europa, donde la clase dominante alemana convirtió a las naciones de Europa oriental en su patio trasero y llevó la «unificación capitalista» del viejo continente más lejos que en cualquier otra etapa de la historia. Por supuesto, eso implicó guerras sangrientas y reaccionarias como la de Yugoslavia.
El reflujo ideológico penetró con fuerza en las filas de la clase obrera y sus organizaciones. Los sindicatos no permanecieron inmunes: acusaron duramente este vendaval reaccionario, convirtiéndose aún más en una garantía de estabilidad para la clase dominante. La era de la desmovilización sindical, del pacto social, de la fusión de sus cúpulas dirigentes con el Estado capitalista del que dependen económicamente ha acarreado consecuencias terribles para el movimiento obrero mundial.
La universalización de la agenda neoliberal, la austeridad y los recortes sociales, la depreciación salarial, la extensión de la precarización y la subcontratación…, todo ello es imposible de entender sin el concurso de una acción sindical basada en la colaboración de clases y en la rendición ante la patronal. La inmensa mayoría de los grandes sindicatos han atravesado por una espiral de degeneración burocrática en sus organismos dirigentes y de postración ideológica ante la burguesía. Un fenómeno que no arrastran solos y que afecta de lleno también al conjunto de la izquierda reformista, incluyendo a la llamada nueva izquierda.
Las fuerzas del marxismo sufrieron un duro aislamiento en este período. Sólo era posible resistir la embestida de los acontecimientos apelando a los fundamentos del programa revolucionario y a nuestra capacidad para interpretar las tendencias contradictorias de estos fenómenos.
Pero el topo de la historia no dejó de realizar su labor. La lógica del capitalismo llevó el boom más allá de sus límites objetivos: la tremenda expansión del crédito, sobre todo desde principios de la década de 2000, alimentó una burbuja especulativa descontrolada. Los síntomas de repliegue del ciclo trataron de enmascarase: los capitales que no podía encontrar una salida favorable en la producción manufacturera, acosada por la creciente saturación del mercado mundial, se orientaron con fuerza hacia todo tipo de productos creados por la «ingeniería financiera». Esta sobreabundancia de capital ficticio no podía más que aumentar los efectos catastróficos de la crisis de sobreproducción que se desarrollaba en paralelo.
Antes del estallido de la Gran Recesión de 2008, la lucha de clases mundial experimentó cambios cualitativos. La invasión imperialista de Iraq en 2003 fue respondida por un movimiento de masas formidable en Occidente, que en no pocos países marcó un punto de ruptura con el período anterior. La propaganda capitalista de una era de democracia, paz y prosperidad empezó a ser cuestionada por amplios sectores de la clase obrera, la juventud y las capas medias.
El otro gran acontecimiento que supuso un cambio de tendencia fue el desarrollo de una crisis revolucionaria prolongada en Latinoamérica, con su exponente más avanzado en la revolución bolivariana, y que también se manifestó en el Argentinazo de 2001, en el ascenso de la lucha revolucionaria en Bolivia en 2003-2005, en las grandes movilizaciones de masas en Ecuador entre 2004-2007, o en el movimiento contra el fraude electoral a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y la insurrección de Oaxaca en 2006.
La Gran Recesión supuso un cambio radical en el panorama mundial, en las relaciones internacionales entre las potencias, aceleró el auge de las movilizaciones de masas y la aparición de nuevas crisis revolucionarias como la Primavera Árabe, en 2010-2011, o en Grecia tras los memorándums impuestos por la Troika.
Por supuesto, la experiencia ha vuelto a demostrar que un levantamiento revolucionario puede fracasar y abrir paso a nuevas formas de dominación burguesa. Para barrer el régimen capitalista la clase obrera debe proponerse la tarea de conquistar el poder. Pero ese momento está determinado por la acción del partido revolucionario, su influencia y su capacidad para aunar un programa y una táctica correctas con la voluntad y la audacia de las masas. Si ese partido no existe, la oportunidad histórica para transformar la sociedad se perderá.
En ese sentido, el factor subjetivo, es decir, la presencia de una dirección revolucionaria a la altura de las tareas históricas, se convierte en el principal factor objetivo. Obviamente, el peso decisivo que siguen manteniendo las organizaciones reformistas, y su papel pernicioso a la hora de descarrilar los procesos revolucionario, no son un reflejo mecánico de la madurez política de la clase obrera. Trotsky lo explica acertadamente:
«Sólo los “marxistas vulgares” que interpretan la política como un simple y directo “reflejo” de la economía, pueden pensar que la dirección refleja directa y simplemente a la clase. En realidad, la dirección, que se ha alzado sobre la clase oprimida, sucumbe inevitablemente a la presión de la clase dominante. La dirección de los sindicatos americanos, por ejemplo, refleja tanto al proletariado como a la burguesía. La selección y educación de una dirección verdaderamente revolucionaria, capaz de soportar la presión de la burguesía, es una tarea extraordinariamente difícil. La dialéctica del proceso histórico nos ha mostrado claramente cómo el proletariado del país más atrasado del mundo, Rusia, ha sido capaz de engendrar la dirección más clarividente y valerosa que hayamos conocido. Por el contrario, el proletariado del país con un capitalismo más antiguo, Inglaterra, tiene, hasta el momento, la dirección más servil y lerda. (...) Los desilusionados y aterrorizados pseudomarxistas de todo tipo responden, por el contrario, que la bancarrota de la dirección “refleja” simplemente la incapacidad del proletariado para cumplir su misión histórica. No todos nuestros oponentes expresan con claridad su pensamiento, pero todos ellos —ultraizquierdistas, centristas, anarquistas, por no hablar de los estalinistas y los socialdemócratas— cargan el peso de sus propios errores sobre las espaldas del proletariado».[16]
Un eje central de la estrategia marxista
La Gran Recesión sacudió el orden capitalista, acrecentando la deslegitimación de la democracia burguesa, de sus instituciones, de la derecha conservadora y de la socialdemocracia, al tiempo que creó las condiciones para la aparición de nuevas formaciones de la izquierda reformista.
En este contexto, la mayoría de los sindicatos, o más específicamente sus aparatos dirigentes, se colgaron de los faldones de la clase dominante. Las dificultades para el trabajo de los marxistas no desaparecieron, pero el cambio en la situación objetiva abrió nuevas posibilidades.
Muchas direcciones sindicales oficiales fueron desbordadas en la acción por los movimientos sociales, integrados en muchos casos por activistas sindicales de vanguardia, que impulsaron movilizaciones masivas contra los recortes y privatizaciones de la enseñanza y la sanidad pública, contra los desahucios, la precariedad, los bajos salarios y la represión del Estado. En el caso del Estado español, las Mareas Verde y Blanca, o las Marchas de la Dignidad reflejaron muy bien este proceso, que además se alimentó del gran movimiento del 15M.
¿Quiere esto decir que el trabajo paciente dentro de los sindicatos está superado o es irrelevante? Nada de eso. La importancia del trabajo sindical en estos momentos es mayor si cabe dada la profundidad de la crisis y el escenario de despedidos masivos, cierres de fábricas y empobrecimiento generalizado al que nos enfrentamos. Los sindicatos se volverán a convertir en un terreno de lucha fundamental para construir las fuerzas del marxismo revolucionario.
Hoy la clase trabajadora mundial es mucho más fuerte que hace tres décadas —cuando colapsó el estalinismo— y su peso social es mayor que en cualquier otra etapa del capitalismo. Aunque en el caso de algunos países occidentales los sectores industriales más tradicionales hayan retrocedido notablemente (siderurgia, minería...), estos han encontrado una nueva pujanza en el Este de Europa, África, América Latina o China. Paralelamente nuevas secciones de la clase obrera han emergido ligadas al transporte, la logística y las industrias de la tecnología y las comunicaciones.
En este debate también debe situarse la campaña sobre la aplicación de la robótica a la producción y la amenaza que representa para el empleo tal y como hoy lo conocemos. Como marxistas debemos diferenciar entre el mito y la realidad de la producción capitalista. Para que los adelantos tecnológicos en materia de robótica se integren en el proceso productivo a gran escala sería necesaria una colosal inversión en capital fijo. Pero este proceso choca con obstáculos evidentes.[17]
Otro fenómeno que debemos destacar, y que es un reflejo de la profundidad de la crisis, es la proletarización de sectores provenientes de la pequeña burguesía y la aristocracia obrera. Secciones importantes de la juventud universitaria están siendo duramente golpeados por el desempleo y la precariedad de sus puestos de trabajo. Los bajos salarios les afectan de lleno, como en el caso de los jóvenes médicos convertidos en la carne de cañón del sistema sanitario en todo el mundo. Lo mismo se puede decir de capas numerosas de la clase obrera que en el pasado, por el tipo de trabajo cualificado que desempeñaban, obtenían buenos salarios y condiciones laborales superiores al resto. En muchas empresas e industrias estos sectores han sufrido los efectos de la externalización y las subcontratas, la práctica de las dobles escalas salariales y la diferenciación de los convenios aunque estos trabajadores realicen las mismas tareas que los de la principal. Todo ello gracias a la permisividad, cuando no la colaboración activa, de la burocracia sindical.
Los aparatos de los sindicatos mayoritarios han abandonado a su suerte a la juventud obrera. Siguen centrándose en sus baluartes de las grandes empresas, en la siderurgia, astilleros, energía, automoción, transporte… Pero es un hecho innegable que en los conflictos que estallan se encuentran con una crítica que crece día a día, cuando no con movimientos que los superan y cuestionan. No se puede generalizar, por supuesto, pero el movimiento de los chalecos amarillos y las luchas obreras que sacudieron Francia en 2019 contra la reforma de las pensiones, el levantamiento de masas en Ecuador contra el paquetazo, la insurrección popular de Chile, las huelgas generales en Colombia, o la crisis revolucionaria de Argelia y Sudán..., muestran este desarrollo en mayor o menor medida. Y esta tendencia se reproducirá en el futuro con más intensidad y extensión.
Está fuera de discusión la necesidad de un trabajo sistemático y prioritario en el movimiento obrero y sus organizaciones de masas, los sindicatos. Pero la cuestión no se resuelve con aceptar esta idea fundamental de manera abstracta, se trata de cómo los marxistas desplegamos nuestra iniciativa y defendemos nuestro programa en el movimiento vivo, entre las capas más dinámicas y activas de la juventud que no está integrada en los sindicatos tradicionales, llegando a las secciones más oprimidas de la clase trabajadora con nuestras ideas y nuestras consignas, confrontando con la burocracia sindical y con los sectores más conservadores de la aristocracia obrera que dominan, en muchos casos, los comités de las grandes empresas.
Sería ridículo reducir nuestra intervención a una mera utilización de las estructuras internas de los sindicatos para hacer publicidad de nuestros planteamientos e iniciativas, pues en la inmensa mayoría de los casos están férreamente controladas y completamente desconectadas del ambiente real de las fábricas y empresas. Considerar el trabajo en los sindicatos como una espera a que la actitud de los aparatos burocráticos cambie, o adaptarnos a la rutina de las «alas de izquierda» de esos mismos aparatos —especialistas en agitar demagógicamente un programa que nunca cumplen—, no tiene nada que ver con una posición marxista.
No queremos obtener posiciones artificiales en los aparatos mediante combinaciones electorales con tal o cual ala de la burocracia, sino conquistar una base firme entre los delegados, activistas y en las plantillas defendiendo un programa de clase, métodos combativos y democráticos, colocando siempre la lucha sindical como parte indispensable de la batalla por el socialismo. Por supuesto, nuestras posiciones sindicales deben ser el reflejo de nuestra influencia política en los sindicatos, lo que no excluye realizar, en circunstancias que así lo exijan, una táctica de frente único con otras corrientes, salvaguardando la independencia de nuestro programa, nuestros métodos y estrategia.
Es necesario emplear tácticas flexibles, dentro y fuera de los sindicatos, animando comités de acción y coordinadoras de lucha cuando la situación lo requiere, o creando una fuerte oposición interna a la burocracia con el programa y los métodos del partido revolucionario. Un enfoque semejante es el único camino para lograr un apoyo sólido para un modelo sindical clasista y combativo, que empuje adelante la organización, la cohesión y la conciencia de la clase trabajadora.
Un programa y un partido para la revolución socialista
Las habladurías que tratan de demostrar que las condiciones históricas para el socialismo no han madurado aún, son producto de la ignorancia o la mala fe. Las condiciones objetivas para la revolución proletaria no sólo han madurado, han empezado a pudrirse. En el próximo período histórico, de no realizare la revolución socialista, toda la civilización humana se verá amenazada por una catástrofe. Es la hora del proletariado, es decir, ante todo de su vanguardia revolucionaria. La crisis histórica de la Humanidad se reduce a la crisis de su dirección revolucionaria.
León Trotsky[18]
Todas las contradicciones económicas, sociales y políticas incubadas en la última década han estallado violentamente, colocando a la civilización ante una disyuntiva histórica. La pandemia del coronavirus y la muerte de cientos de miles de inocentes se suma a la parálisis general de la actividad productiva y del comercio, la oleada de despidos masivos y sufrimiento colectivo que se cierne sobre la sociedad. Las bases materiales de lo que ocurre ante nuestros ojos estaban creadas de antemano. El virus no es la barbarie, la barbarie es el capitalismo.
Este capitalismo depredador e insaciable, y solo él, es responsable de la actual debacle sanitaria, económica y social, que significará un antes y un después en la historia del mundo. Lo más importante es que la conciencia de amplios sectores de la clase obrera, de la juventud desposeída y de las capas medias empobrecidas será golpeada por estos acontecimientos. Las conclusiones avanzadas que se han sacado en los años previos de crisis, desempleo y privaciones, y que han acumulado un resentimiento y una rabia profundos, se harán más definidas y consistentes. Cualquiera entenderá las consecuencias revolucionarias de este hecho.
Estamos ante una guerra declarada contra la clase obrera y los oprimidos. Y como en toda guerra de clases, asistimos a las manifestaciones más egoístas, mezquinas y cínicas de cada burguesía nacional para justificar su posición y salvarse a sí misma a costa de sus competidores.
Más de seis billones de euros en recursos públicos han sido movilizados desde el mes de abril de 2020 por los Gobiernos y los bancos centrales de las naciones más poderosas. ¿El objetivo? Garantizar la «solvencia» de las multinacionales y la banca con un chorro de liquidez que tapone el desplome de sus acciones en bolsa, y lograr que su cuenta de resultados se vea lo menos afectada. Se repite la historia de la Gran Recesión de 2008 salvo que a una escala mucho mayor.
La burguesía y sus políticos a sueldo —incluidos la socialdemocracia en sus diferentes variantes—, la burocracia sindical, las televisiones, los periódicos, los especialistas y los politólogos nos llaman a combatir como «soldados» y levantan ardientemente la consigna de la unidad nacional. «Todos unidos remando en la misma dirección». Pero somos nosotros quienes ponemos los muertos y sufrimos la miseria. ¿Qué nos une a esa oligarquía de multimillonarios que con sus decisiones hacen que la catástrofe aumente cada hora?
Enfrentamos también otra amenaza que no puede ser subestimada. Las organizaciones reaccionarias y de extrema derecha están avanzando en este período de descomposición social. Recurriendo a la demagogia para disfrazarse de una opción «antisistema», intentan conectar con la rabia, la frustración y la desmoralización de las capas medias y sectores desmovilizados de los trabajadores muy golpeados por la crisis.
Para los dirigentes de Podemos, Syriza, Die Linke y muchos otros, la mejor forma de cerrar el paso a la reacción es confiar en el buen funcionamiento de la democracia y el parlamentarismo. Pero es precisamente la incapacidad de la «democracia» capitalista para resolver la crisis, esa misma «democracia» que rescata a los grandes bancos y ampara los recortes y la austeridad, la que crea las condiciones para el avance de la extrema derecha. Debemos enfatizar que no podemos confiar en las instituciones capitalistas, en su justicia y su policía para acabar con estas formaciones.
Frente a la demagogia reaccionaria de la ultraderecha, y los llamamientos vacíos a la «democracia», los «valores europeos» y al «pacifismo», los marxistas levantamos un programa de acción basado en la movilización y la unidad de la clase obrera por encima de razas y fronteras, que liga las reivindicaciones sociales (vivienda, sanidad y educación públicas, salario y condiciones laborales dignas, protección y defensa de los derechos de los inmigrantes…) y democráticas (derogación de todas las leyes represivas y autoritarias, depuración de los elementos fascistas del aparato estatal, derecho de autodeterminación…) a la lucha contra el sistema y por la transformación socialista de la sociedad.
Debemos ser conscientes de que los ataques a nuestros derechos y condiciones de vida se van a profundizar a una escala solo vista en la década de los años treinta del siglo pasado. Los datos apabullantes de desempleo y miseria que los organismos internacionales publican todos los días no dejan lugar a dudas. El límite de la supervivencia se rebajará empobreciendo a los trabajadores en activo, por no hablar de los millones que serán arrojados al paro forzoso.
Marx señaló en su prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política: «Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecerán nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua».
Podemos preguntarnos: ¿Las condiciones han madurado? Por supuesto que sí, solo hay que contemplar el desarrollo asombroso de la ciencia y la tecnología, las telecomunicaciones o el transporte, para entender que si las fuerzas productivas estuviesen sometidas al control y la planificación racional de la clase obrera la transición al socialismo sería más sencilla que en cualquier otra época. Pero el mantenimiento de la propiedad privada de los medios de producción y el Estado nacional actúan como una pesada rémora, provocando crisis de sobreproducción, desigualdad, paro crónico, pobreza, guerras imperialistas y una destrucción ecológica que empuja a la humanidad a la barbarie.
La burguesía está utilizando su Estado para salvarse a sí misma y aplastar al pueblo, y solo permitirá ciertas dosis de caridad siempre que no afecten a sus intereses fundamentales. Pero no queremos caridad, ni filantropía, ni las sobras menguantes de la riqueza que generamos con nuestro trabajo y esfuerzo. Queremos que nuestras necesidades inaplazables sean resueltas de una vez por todas.
Todo lo que adormezca nuestra conciencia, nuestra capacidad de lucha y de organización es munición para nuestros enemigos. La política de colaboración de clases, que es el santo y seña de las direcciones sindicales y parlamentarias de la izquierda, es un cáncer, y hay que combatirlo levantando una alternativa socialista que mire de frente a los hechos y proponga una solución realista a la catástrofe que nos amenaza.
Basta de apelar al mal menor, de intentar gestionar las migajas que se caen de la mesa de los poderosos y presentarlo como si fueran políticas sociales rupturistas. Lo que necesitamos es poner la economía bajo la dirección democrática de la clase obrera, y que esta se haga con el poder desplazando a la plutocracia parasitaria. Tenemos que nacionalizar los medios de producción, el sistema financiero, la industria farmacéutica y sanitaria. Esta es la única manera de enfrentar el caos actual en beneficio de la población.
Sabemos que la conciencia nunca expresa de manera automática la madurez de las condiciones objetivas. Sólo en momentos de grandes conmociones, como el que vivimos, experimenta cambios bruscos y se pone a la altura del desarrollo histórico. La clase obrera sólo puede confiar en sus propias fuerzas para acabar con este régimen podrido. Y para adquirir esa confianza necesita tener una perspectiva y un programa claro que únicamente puede proporcionar una dirección firme y audaz.
Es hora de prepararse seriamente para grandes batallas: necesitamos construir un partido revolucionario que se ligue e impulse con fuerza las luchas obreras, que defienda el sindicalismo combativo, que organice a la juventud precarizada y a las mujeres trabajadoras. Un partido capaz de afrontar con éxito la tarea a la que estamos convocados: expropiar a los expropiadores y hacer que la riqueza generada por el trabajo asalariado sea puesta a disposición de la auténtica justicia social.
La victoria del socialismo será también la victoria de la humanidad.
Notas.
[1]. Una explicación necesaria a los sindicalistas comunistas, pp.74-75 de esta edición.
[2]. Confédération Générale du Travail (Confederación General del Trabajo).
[3]. Antonio Bar, La CNT en los años rojos, Ed. Akal, Madrid, 1981, p. 56.
[4]. Tras la Revolución rusa de 1917, en el Congreso de Tours de la SFIO, celebrado en diciembre de 1920, se produjo la división entre los partidarios de incorporarse a la Internacional Comunista y los contrarios a ella. La mayoría de los delegados, 3.252 votos de un total de 4.763, apoyó transformarse en la Sección Francesa de la Internacional Comunista (Section Française de l’Internationale Communiste, SFIC) futuro Partido Comunista Francés. Sin embargo, la minoría de los delegados y del grupo parlamentario rechazaron el voto del Congreso, decidiendo mantenerse como SFIO dentro de la Segunda Internacional reconstituida tras la Primera Guerra Mundial.
[5]. IWW (Industrial Workers of the World) fue una organización obrera intergremial que dirigió exitosamente huelgas masivas y combatió la política de colaboración de clases de los líderes reformistas de la AFL (Federación Americana del Trabajo). Aunque poseía rasgos anarcosindicalistas (negaba la lucha política y renunció a actuar entre los miembros de la AFL), muchos de sus militantes y dirigentes, como G. Haywood, apoyaron la Revolución de Octubre e ingresaron en el Partido Comunista estadounidense.
[6]. Publicado en Bulletin Communiste, 22 de julio de 1920, citado en Alfred Rosmer, Moscú bajo Lenin, Fundación Federico Engels, Madrid 2017, p. 69.
[7]. La prensa anarquista y anarcosindicalista en España desde la I Internacional hasta el final de la Guerra Civil, Publicaciones Universitat de Barcelona, 1991, vol. I, Tomo 1, pp. 338-39. Buenacasa dirigió El Comunista, periódico libertario de Zaragoza de tendencia probolchevique, que se publicó de 1919 a 1920.
[8]. Comunismo y sindicalismo, pp. 86-87 de esta edición.
[9]. Rosa Luxemburgo fue una de las primeras en alzar la voz contra esta deriva, y escribió uno de los documentos más importantes del marxismo sobre el trabajo sindical: Huelga de masas, partido y sindicatos. Citamos un pequeño párrafo del mismo:
«La especialización en su actividad profesional de dirigentes sindicales, así como la natural restricción de horizontes que va ligada a las luchas económicas fragmentadas en períodos de calma, concluyen por llevar fácilmente a los funcionarios sindicales al burocratismo y a una cierta estrechez de miras. Y ambas cosas se manifiestan en toda una serie de tendencias que pueden llegar a ser altamente funestas para el futuro del movimiento sindical. En ellas se cuenta, ante todo, la sobreestimación de la organización que, de medio para conseguir un fin llega a convertirse paulatinamente en un fin en sí mismo, en el más preciado bien en aras del cual han de subordinarse los intereses de la lucha. Así se explica también esa necesidad, abiertamente confesada, que lleva a retroceder ante grandes riesgos y ante supuestos peligros para la existencia de los sindicatos, ante la inseguridad de las grandes acciones de masas (...) Y finalmente, a costa de ocultar las limitaciones objetivas que tiene la lucha sindical en el orden social burgués, se llega a una aversión directa contra toda crítica teórica que llame la atención sobre esas limitaciones en relación con los objetivos finales del movimiento obrero» (Huelga de masas, partido y sindicatos, Fundación Federico Engels, Madrid 2018, p. 127-28).
[10]. Se refiere a la conocida como Internacional Sindical de Ámsterdam, cuyo nombre era Federación Sindical Internacional (en alemán, Internationalen Gewerkschaftsbund, IGB; en inglés, International Federation of Trade Unions, IFTU). Ligada a la Segunda Internacional, mantuvo durante la Primera Guerra Mundial, y posteriormente, una posición socialpatriota y de colaboración de clases con la burguesía. Existió entre 1901 y 1945.
[11]. Los errores de principio del sindicalismo, p. 103 de esta edición.
[12].«Para saber ayudar a la “masa” y conquistar su simpatía, su adhesión y su apoyo no hay que temer las dificultades, las quisquillas, las zancadillas, los insultos y las persecuciones de los “jefes” (…) Hay que saber hacer toda clase de sacrificios y vencer los mayores obstáculos para llevar a cabo una propaganda y una agitación sistemáticas, tenaces, perseverantes y pacientes en las instituciones, sociedades y sindicatos, por reaccionarios que sean, donde haya masas proletarias o semiproletarias (…) En Inglaterra, Francia y Alemania, millones de obreros pasan por primera vez de la completa falta de organización a la forma más elemental e inferior, más simple y accesible de organización, los sindicatos (para los que se hayan todavía impregnados por completo de prejuicios democrático burgueses). Y los comunistas de izquierda, revolucionarios pero insensatos, se ponen a un lado y gritan “¡Masa! ¡Masa!”, pero ¡¡se niegan a actuar en los sindicatos, so pretexto de su “espíritu reaccionario”!! E inventan una ‘unión obrera’ nuevecita, pura, limpia de todo prejuicio pequeño burgués y de todo pecado corporativo y de estrechez profesional que será (¡que será!) dicen, amplia y para ingresar en la cual se exige solamente (¡¡solamente!!) ¡¡el “reconocimiento de los sóviets y de la dictadura del proletariado”!! Es imposible concebir mayor insensatez, mayor daño causado a la revolución por los comunistas de “izquierda”» (Lenin, La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, Fundación Federico Engels, Madrid 2015, pp.72-73).
[13]. Los sindicatos ante la embestida económica de la contrarrevolución, pp. 155-56 de esta edición.
[14]. Los errores de los sectores de derechas de la Liga Comunista sobre la cuestión sindical, pp. 113-122 de esta edición.
[15]. Los sindicatos en Gran Bretaña, pp. 161-64 de esta edición.
[16]. León Trotsky, En defensa del marxismo, Fundación Federico Engels, Madrid 2019, pp. 34-35.
[17]. En un mercado que acusa la sobreproducción, los grandes desembolsos en capital fijo que obtienen retornos de ganancias a medio y largo plazo, no son atractivos para los grandes inversores. La tendencia consolidada demuestra que para aumentar más la tasa de ganancias hay otros caminos: a) explotando intensivamente una fuerza de trabajo cuyo valor se ha depreciado mucho, de la que se puede arrancar una plusvalía absoluta y relativa muy alta (bajos salarios, largas jornadas laborales, aumento de los ritmos de trabajo); b) dedicando las montañas de capital obtenido de la financiación estatal y tipos de interés al cero por ciento, a la compra de deuda pública y a la recompra de acciones, aunque eso suponga crear una nueva burbuja financiera y bursátil más amenazadora que la que explotó en 2007/2008.
No debemos olvidar que la revolución tecnológica más importante del siglo XX vino de la mano de la Segunda Guerra Mundial, cuando en EEUU y en los países capitalistas más avanzados los descubrimientos y aplicaciones militares en innumerables campos (plásticos, electrónica, aeronáutica, química, electricidad, energía nuclear, comunicaciones…) se pudieron introducir masivamente en el proceso productivo. En el período de auge económico de la posguerra, la incorporación de estas innovaciones fue acompañado de una formidable expansión del comercio mundial y la explotación del mundo colonial. Pero la situación actual es completamente diferente.
[18]. León Trotsky, El programa de transición, Fundación Federico Engels, Madrid 2008, pp. 28-29.