El 29 de mayo se aprobó el Ingreso Mínimo Vital (IMV), calificado por el vicepresidente Pablo Iglesias y la ministra de Trabajo Yolanda Díaz como “el mayor avance en derechos sociales desde la ley de dependencia” y “un hito en la historia de España”. Teóricamente, la ayuda llegaría rápidamente a 850.000 hogares —2.300.000 personas— rescatando un 3% de la población que se encuentra en pobreza severa.

Aparentemente se cumplía así uno de los objetivos que Unidas Podemos perseguía cuando ingresó en el Gobierno de coalición: contrarrestar las presiones de la reacción sobre el PSOE empujándolo a la izquierda. Pero pocos meses después, al igual que con la anunciada derogación de la reforma laboral y otras medidas del escudo social, la realidad desmiente la propaganda. El 18 de agosto la UGT, sindicato nada sospechoso de posiciones antigubernamentales, informaba que de las casi 715.000 solicitudes presentadas solo se habían resuelto 32.629 y, de estas últimas, más de 28.000 habían sido denegadas. A finales del verano, solo el 0,58% de solicitantes cobrarían el IMV.

¿Es complicado acabar con la miseria?

Si respondemos desde un punto de vista técnico y nos abstraemos de la naturaleza del capitalismo, no lo es en absoluto. ONGs y movimientos sociales que cuentan con reputados economistas e intelectuales progresistas de relieve, proponen soluciones aparentemente razonables además de baratas. Incluso parecen fáciles, ya que no implican un cuestionamiento del sistema, tan solo una distribución menos egoísta de la riqueza contando con el concurso del Estado: que los ricos sean un poco menos ricos para que haya menos pobres.

Por ejemplo, Oxfam calcula que con una décima parte de lo que costó rescatar a los bancos (6.000 millones de euros), se podría acabar en el Estado español con la pobreza severa, pasando de 9,18% de la población a un 0,67%.[1] Por su parte, Lluís Torrens, Daniel Raventós y Jordi Arcarons, integrantes de la Red Renta Básica, argumentan en un estudio muy documentado que si “tasásemos con un 1% la riqueza del 10% más rico de la población, que a la vez se incluye entre el 10% de las rentas más altas, se podrían recaudar 10.000 millones de euros, aproximadamente un tercio de lo que costaría financiar la renta básica. Introduciendo impuestos ambientales (…) se recaudarían entre 6.000 y 10.000 millones de euros adicionales.” [2]

Torrens se aproxima a una de las claves de este asunto afirmando que “una renta básica universal individual implicaría una transferencia de ricos a pobres equivalente a un 3% del PIB (…) Por lo tanto, sí que se puede financiar. Lo que hay que tener es la valentía política de subir los impuestos.”[3]

Efectivamente, el impedimento para acabar con el sufrimiento de millones de personas no son los recursos. Hay dinero, muchísimo dinero, y medios materiales de sobra.

¿Retroceder al socialismo utópico?

Pero no se trata tanto de la valentía individual de un ministro o ministra, como de una política de clase que entienda que el capitalismo es un sistema socioeconómico basado en unas relaciones de propiedad determinadas, y que los capitalistas no existen para hacer filantropía con los pobres sino para aumentar exponencialmente sus beneficios. En la época del imperialismo, el Estado solo es un instrumento que trabaja por el fortalecimiento del capital monopolista. Todo análisis que no parta de esta realidad, fracasará en sus propuestas.

El Estado no es neutral ni gestor de los intereses del conjunto de la sociedad, como la justicia no es igual para todos, ni existe una moral humanitaria universal. Todas las instituciones e ideologías sin excepción defienden, en última instancia, los intereses de una de las dos clases decisivas en la sociedad, bien los de la burguesía, bien los de la clase obrera.

No queremos dar marcha atrás al reloj de la historia, no es necesario empezar desde cero ignorando lo que la teoría del socialismo científico y la práctica del marxismo revolucionario han aportado para entender el funcionamiento del capitalismo y cómo podemos conquistar la auténtica justicia social. Engels ya explicó el papel de los utópicos del siglo XVIII y XIX, convencidos de que “la injusticia, el privilegio y la opresión iban a ser expulsados por la verdad eterna, la justicia eterna, la igualdad fundada en la naturaleza y los inalienables derechos del hombre”.

Sin embargo, hay un abismo entre aquellos grandes pensadores que “no podían rebasar los límites que le había puesto su propia época”, y los utopistas del siglo XXI que, teniendo en cuenta la decadencia capitalista y la experiencia histórica acumulada por la lucha de clases, finalmente no son más que otros reformadores del sistema, pero esta vez con un sesgo reaccionario pues alientan la falsa idea de que es posible un capitalismo más “decente”, más “ético”.

Engels escribió hace tiempo que la necesidad del socialismo no es “el descubrimiento casual de tal o cual intelecto genial, sino el producto necesario de la lucha entre dos clases”. En sus propias palabras, la tarea no consiste en “elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico económico”, y exponer “el modo de producción capitalista en su conexión histórica y en su necesidad para un determinado periodo histórico, es decir, también en la necesidad de su desaparición”. [4]

Su fiscalidad, su justicia, su Estado... su sistema

Cuando se hicieron públicos los datos que probaban al fiasco del IMV, rápidamente el ministro Escrivá achacó los retrasos a la tarea de impedir los “fraudes” y las “duplicidades”. ¡Qué repugnante esconder el incumplimiento de tus promesas recurriendo al argumento de que en nuestra clase hay mucho listo/a que quiere vivir del cuento!

Claro que hay fraude gigantesco, pero el dedo acusador del Gobierno no debería dirigirse hacia los desempleados, las madres solteras, los pobres o nuestros hermanos y hermanas inmigrantes. La denuncia debe dirigirse en el mismo sentido que hace el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha), que exige un cambio radical en su actividad, ya que mientras un 80% de los técnicos se dedicada a perseguir a particulares, autónomos o pymes, solo un 20% investiga a las multinacionales, grupos empresariales y grandes fortunas, a pesar de ser los responsables del gigantesco fraude fiscal que todos los Gobiernos consienten. Según los datos que maneja Gestha los ricachones españoles tienen 180.000 millones de euros depositados a buen recaudo en paraísos fiscales, entre ellos el que hasta hace muy poco era cabeza visible de la Jefatura del Estado, Juan Carlos I.

La pandemia de la Covid-19 está siendo una dura escuela, pero nos ha enseñado mucho sobre el funcionamiento de la sociedad capitalista. Se calcula que ha tenido un coste hasta el momento de 10,5 billones de euros para la economía mundial, pero las malas noticias no afectan a todos de la misma manera. La crisis no existe para los supermillonarios que, según la lista Forbes, han incrementado su patrimonio a finales de mayo en 250.000 millones de euros respecto al mes de marzo.[5]

De la misma manera podemos preguntar, ¿acaso los 40.000 muertos en el Estado español y los cientos de miles que han perecido en todo el mundo eran inevitables? No, no lo eran. Y la explicación de esto no tiene nada que ver con malos sentimientos sino con la lógica implacable del sistema. Son el resultado directo de los recortes sociales y la privatización de empresas estratégicas, que no solo han servido para financiar el rescate a la banca, también han llenado los bolsillos de la oligarquía económica.

Por eso resulta muy ilustrativo que mientras los datos del fracaso del IMV saltaban a la palestra a mediados de agosto, el curso político se haya iniciado con un conclave público de Pedro Sánchez junto a los más poderosos banqueros/as y empresarios/as. Allí quedó consagrada, con el beneplácito de Pablo Iglesias y el aplauso entusiasta de la oligarquía, la política de “unidad nacional”. Lo que no se dijo en esa reunión es que según la última estadística del impuesto de patrimonio, entre 2011 y 2018 el número de potentados aumentó un 36%, a la par que el de pobres pasaba de 7,59 millones de personas a 8,31.[6]

Todas las alternativas que apelan al “sentido común” para mejorar el funcionamiento del capitalismo han mostrado su impotencia. Ese discurso, al que tanto recurren los ministros del PSOE y de Unidas Podemos pensando que pueden cuadrar el círculo y atraer al “campo progresista” a los empresarios que tengan “sentido de Estado”, es muy viejo. Es exactamente el mismo que, en todas las épocas de crisis y convulsiones sociales y económicas como la que vivimos, alientan los abogados de la colaboración de clases. ¿Quién se beneficia de ello? La respuesta cae por su propio peso.

En contraste con esta propaganda del pacto social y la sumisión, las reivindicaciones obreras y la movilización de masas para imponerlas siempre han dado frutos. Todos los derechos que hoy nos arrebatan fueron conquistados por quienes nos precedieron a través de la organización, las huelgas, las ocupaciones de fábricas, las manifestaciones, las insurrecciones y las revoluciones.

El trágico fiasco del Ingreso Mínimo Vital es una seria advertencia. Por este camino, renunciando a la lucha de clases y al socialismo, teorizando la práctica de la retirada, proclamando el “no se puede” porque la “correlación de fuerzas” es desfavorable, solo se hace el caldo gordo a nuestros adversarios. Ningún escudo social podrá tapar los agujeros de esta política fallida y condenada por la historia. Urge por tanto un cambio radical de política y de estrategia. Manos a la obra.

 

[1] Oxfam Intermón considera crucial el Ingreso Mínimo Vital pero le preocupa que no llegue a todos los hogares con pobreza severa.

[2] La miseria de las rentas garantizadas condicionadas y la necesidad de una renta básica incondicional.

[3] Datos y declaraciones recogidos en Red Renta Básica.

[4] Las citas de apartado pertenecen al libro de Engels Del socialismo utópico al socialismo científico, escrito en 1878. Edición de la Fundación Federico Engels, pp 52, 53 y 78.

[5] El coronavirus se lleva billones de euros pero respeta las grandes fortunas, que aumentan en casi 250.000 millones.

[6] La brecha social se disparó en vísperas de la pandemia: 47.000 nuevos ricos y 700.000 nuevos pobres en siete años.


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