Los trabajadores recuperan la calle contra la ultraderecha en el Gobierno
El 12 de diciembre el parlamento húngaro aprobaba un proyecto de ley conocido popularmente como la “ley de esclavitud”. Una salvaje reforma laboral que ha provocado, en horas, importantes movilizaciones, especialmente en Budapest. Viktor Orbán, quien fuera, tras su victoria electoral en el año 2010, “referente” de las formaciones de extrema derecha en Europa, enfrenta ahora uno de sus momentos más bajos.
Su política de ataques salvajes a la clase trabajadora, de la cual esta última reforma es un buen exponente, revela su auténtico carácter de clase y reaccionario, y su objetivo central: la defensa de los intereses de los capitalistas, más allá del demagógico discurso sobre la “defensa de la soberanía nacional” utilizado por el partido de Orbán, el Fidesz.
La “Ley de Esclavitud” del Fidesz, al servicio de las multinacionales
Esta reforma aumenta las horas extra anuales que los empresarios pueden “pedir” a los y las trabajadoras, de 250 a 400, el equivalente a aumentar la jornada laboral en un día más a la semana. Por si esto no fuera suficiente permite a las empresas pagar estas horas extra en un máximo de ¡tres años! El Gobierno defiende la medida argumentando que son horas extra “voluntarias” y que permitirán a la gente que quiera ganar más dinero.
Es una gran mentira que queda en evidencia al recogerse que su “negociación” será individual con el o la trabajadora, es decir, sin ningún tipo de protección ni posibilidad real de negarse a hacerlas.
Las beneficiarias de esta medida son las grandes empresas, especialmente las automovilísticas alemanas. Se trata de una forma de atraer las inversiones de, por ejemplo, empresas como BMW que buscan países con bajos salarios y desregulación laboral para asentar sus factorías.
En Hungría, un país con poca mano de obra, que no llega a los diez millones de habitantes, el sector automovilístico y su industria auxiliar es el que más puestos de trabajo crea, empleando a unos 115.000 trabajadores tanto directa como indirectamente en las 710 empresas instaladas en el país. Dicho sector obtiene 15.000 millones de euros de ingresos anuales, lo que representa casi el 20% de la producción industrial del país y el 18% de las exportaciones totales, según datos oficiales. El 86% de las exportaciones van dirigidas a países europeos, de las que el 39% son a Alemania.
Estos datos bastan para poner al desnudo que las arengas y políticas xenófobas del Gobierno de Orbán, utilizando a los inmigrantes y refugiados como chivo expiatorio para explicar los problemas económicos y sociales de la sociedad húngara, no son más que una cortina de humo para desviar la atención de los verdaderos responsables. A la vez, este gobierno no tiene ningún problema en entregar, atada de pies y manos, a la empobrecida clase trabajadora húngara a las grandes multinacionales extranjeras. Así es como entiende Orbán, y los capitalistas a los que representa, la tan cacareada “defensa de los intereses nacionales”.
La respuesta en las calles y los límites del apoyo a Orbán
La respuesta fue inmediata. El mismo 12 de diciembre las calles de Budapest se llenaron de manifestantes. Hubo arrestos y cargas con porras y gases. Pero la represión no fue capaz de contener la movilización que continuó durante días, llegando a una gran manifestación de entre 10.000 y 15.000 personas el domingo 16 de diciembre en Budapest. Ésta terminó frente al edificio de la radio televisión pública en señal de protesta contra el control informativo y la censura absoluta sobre la lucha, otro de los ejes de las protestas.
El rodillo parlamentario del Fidesz, partido del ultraderechista primer ministro húngaro Víctor Orbán, que obtuvo el 49% de los votos en las elecciones de abril y controla dos tercios de la cámara, hizo posible la aprobación de este ataque. Unos días después, y haciendo caso omiso a la movilización social, el presidente húngaro, Janos Ader, también del ultraderechista Fidesz, estampaba su firma en el proyecto de reforma que será efectiva a partir del 1 de enero.
Sin embargo, y a pesar de esta supuesta “fortaleza parlamentaria”, el efecto de las políticas de ataques sobre su propia base electoral es claro; varios sondeos señalan que el 63% de los votantes de Fidesz desaprueba la nueva ley y que el 83% de los húngaros la rechaza . De hecho, el 5 de enero 10.000 manifestantes exigían en las calles de Budapest la derogación de esta ley, y en lo que llevamos de 2019 se han producido unas quince protestas por todo el país.
La situación de la clase trabajadora húngara, a la que se suma esta nueva vuelta de tuerca, es ya de por sí un foco de inestabilidad. El nivel de desempleo es relativamente bajo, un 3,7%, aunque las cifras oficiales están distorsionadas ya que entre los no parados el Gobierno ha contado a los trabajadores temporales y a los húngaros que trabajan en el extranjero (entre 500 y 600.000).
Los salarios están muy por debajo del coste de la vida; de acuerdo con las últimas estadísticas, el salario medio neto es de 240.000 forintos, entre 750-760 euros, mientras que el salario mínimo neto es de 285 euros, y el nivel considerado de “subsistencia” mínimo es de 283-284 euros . A esta situación viene a sumarse el aumento de jornada y la inevitable bajada salarial que se derivará de pagar las horas extra con tres años de retraso, y la pérdida de poder adquisitivo consecuencia de la subida de precios correspondiente a ese tiempo.
Las reivindicaciones del movimiento y el anuncio de huelga general
Mientras los medios de comunicación burgueses señalan y enfatizan el hecho de que toda la oposición, incluido el partido fascista Jobbik, está “unida” contra Orbán, las crónicas de estos días de movilización rebelan que estas protestas están impulsadas y protagonizadas no por la oposición parlamentaria sino por los sectores oprimidos de la sociedad húngara. Rápidamente la oposición, desde la extrema derecha hasta la socialdemocracia, ha corrido a sumarse al carro para tratar de rentabilizar y controlar el descontento social. Por su parte, los sindicatos, presionados por la intensidad de la movilización social, han tenido que salir al paso anunciando una huelga general en enero, sin concretar el día.
Los trabajadores han recuperado la calle en torno a reivindicaciones concretas que incluyen, por el momento, además de la retirada de la contrarreforma laboral, medidas de carácter democrático a favor de la independencia judicial o la libertad de prensa, en respuesta al incremento del autoritarismo y la represión. El futuro de la clase obrera húngara dependerá de su capacidad para mantener la independencia de clase en sus reivindicaciones y en sus métodos de lucha, y en no dejarse embaucar ni constreñir la protesta al terreno parlamentario, en el que la “izquierda” ha mostrado su incapacidad de frenar el avance del discurso xenófobo, racista y clasista de la extrema derecha.
Los acontecimientos en Hungría, nueve años después de la formación del Gobierno de Orbán, o las importantes movilizaciones que también están teniendo lugar en Serbia contra el reaccionario presidente Aleksandar Vučić, en el poder desde 2014, son un indicativo de cuáles son los límites del apoyo social que formaciones ultraderechistas, xenófobas, racistas, que torpedean constantemente los más elementales derechos democráticos, son capaces de mantener una vez se ponen manos a la obra aplicando su auténtico programa que, más allá de la retórica “social” y la demagogia nacionalista, no es más que el programa político en defensa de los intereses privados de las grandes compañías.